José Daniel Sánchez Quiñones
2/1/2023
Son frecuentes las discusiones sobre la dificultad para el derecho en seguirle el ritmo a la innovación digital, generalmente conducidas bajo una premisa: las nuevas tecnologías deben, en todo caso, verse dotadas de un sustento y direccionamiento por parte del ordenamiento jurídico, lo que facilita un balance entre la garantía de derechos y la libertad para innovar; algo que parecería una obviedad.
Sin embargo, dicha premisa no parece tan clara al tratarse del “contrato inteligente”, también conocido como contrato ITTT (“If this, then that” / “Si esto, entonces esto”). Este se entiende como una herramienta tecnológica que permite la ejecución automática de un evento o condición preestablecida mediante códigos informáticos (generalmente en un lenguaje llamado Solidity) que se registran en una base de datos descentralizada llamada blockchain (habitualmente en una red llamada Ethereum – que no debe confundirse con la criptomoneda Ether).
Un ejemplo de esto es el producto Fizzy, lanzado por la aseguradora AXA en 2017 (actualmente descontinuado), que ofrecía a los viajeros un seguro en caso de que su vuelo se viera retrasado por 2 horas o más. El código se alimentaba de una base de datos sobre los horarios de los vuelos, pudiendo así asegurar que ante cualquier retraso por dicho termino se liberaran automáticamente unos recursos para el viajero por el siniestro verificado.
Frente a los “contratos inteligentes” se aboga que las obligaciones entre los extremos contractuales pueden ser expresadas completamente en código, dando paso a su ejecución automática e inalterable, lo que resultaría en una imposibilidad de incumplir las mismas. De alguna manera, se busca que los “contratos inteligentes”, al contener en código las obligaciones de las partes, sean completamente autosuficientes y, como tal, que no requieran de ninguna fuente externa, como puede ser incluso un sustento y direccionamiento por parte del ordenamiento jurídico. Lo anterior, ha hecho popular la expresión “el código es el contrato”, y en sectores más radicales, “el código es ley” (“code is law”).
Este encuentro entre tecnologías y derecho contractual puede parecer irreconciliable porque resulta difícil pensar que estos “contratos inteligentes” operen por sí mismos, sin acudir a las reglas del derecho de contratos o, lo que es equivalente, en el vacío.
De una parte, el problema es semántico: el fundador de la red de blockchain Ethereum, Vitalik Buterin, admitió en 2018 que no debió llamar este tipo de codificación como “contratos inteligentes”, sino algo más “aburrido y técnico” como “comandos” (“scripts”). Entonces, en principio, tal software no surgió con la pretensión de ser un contrato en sentido jurídico.
De otro lado, la resistencia frente a la capacidad de los “contratos inteligentes” para absorber al contrato como institución recae en que las partes de un contrato no se obligan únicamente a lo dispuesto por ellas. Un código, en principio, no alcanzaría a captar las obligaciones secundarias de conducta (como la buena fe, la lealtad y la información) ni tampoco el contexto de negociación y ejecución de las obligaciones (que haría aplicable, por ejemplo, a la costumbre mercantil de algún sitio en particular).
Ante estas fricciones, es importante encontrar un justo equilibrio entre la utilidad de esta tecnología para obligaciones que tienen una lógica consecuencial (recuérdese: “si X, entonces Y”) y la necesaria aplicación de todas las fuentes que alimentan el derecho de contratos. Por ejemplo, el sector financiero podría seguir explorando la utilidad de los contratos inteligentes para ejecutar obligaciones dinerarias (dar-recibir) ante la comprobación de un hecho puntual, aun encontrando la forma de acatar la regulación en sentido amplio de dicho sector.
Ahora, persisten dificultades adicionales. Por mencionar dos: existen obligaciones más complejas que no siguen una lógica consecuencial y, además, los registros irreversibles e inalterables del blockchain pueden ser problemáticos ante un cambio de circunstancias de un contrato de ejecución sucesiva, lo que llevaría a reevaluar figuras como la teoría de la imprevisión, las pretensiones de equilibrio financiero del contrato, e incluso el entendimiento sobre los incumplimientos contractuales y sus remedios.
Diversos académicos, incluyendo el profesor Javier Mauricio Rodríguez Olmos, han propuesto que, ante este panorama, se podrían combinar los “contratos inteligentes” con los contratos en lenguaje natural tradicionales, naciendo así el “contrato legal inteligente”. Esta figura recoge lo mejor de ambos mundos porque las partes de un negocio pueden pactar en un contrato escrito en lenguaje natural que, paralelamente, algunas obligaciones por su complejidad sean pactadas y ejecutadas de forma tradicional (de acuerdo a las necesidades específicas) y otras, que tienen la lógica consecuencial de “si X, entonces Y”, sean ejecutadas mediante la tecnología blockchain propia de un “contrato inteligente”. Así, se usa la tecnología para lo aplicable, al tiempo que se acata el derecho de contratos.
Como se puede observar, falta mucho por decantar. De este ejercicio nos quedan dos reflexiones finales:
La primera, el derecho no está solo. Es necesario tender puentes entre el derecho y otras disciplinas como la informática, el diseño y la administración de empresas para intentar hablar un lenguaje similar que permita resolver conjuntamente los problemas complejos de la humanidad.
La segunda, la tecnología por sí misma no es una bendición ni una maldición, es solamente un conjunto de herramientas. Lo que importa son los fines y los propósitos a los que destinamos esas herramientas, y esas son cuestiones morales y cívicas, no técnicas. La filosofía detrás de la expresión “el código es el contrato” al parecer se enmarca en una ideología libertaria que aspira a que la tecnología sea la herramienta que garantice la más amplia libertad contractual con una mínima intervención del Estado, ¿es esto lo que queremos?
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